Hay generaciones de españolas unidas por una palabra formada por cuatro letras: Mari. Todas somos la Mari de alguien, porque lo pone ahí, en una partida de bautismo, donde el “María de” tenía que estar incluido previo paso por la pila para recibir el agua bendita.
Le pasó a María del Carmen Fernández Vázquez, de 43 años, más España imposible, ahí concentrada en el nombre de pila y los dos apellidos. Salvados le ha dedicado el primero de sus programas de esta nueva temporada. Esa Mari, casada y madre de tres hijos, que se echó a la mar en un oficio donde decían —quizá aún dicen— las mujeres traían mala suerte. La Mari a la que acosó un compañero de trabajo, que se supo aún más impune por ser familiar lejano. Una Mari que denunció y lo comunicó al CSIC, la institución donde trabajaba, y que volvió, dos años después de una baja, de depresión y de terapia, de ganas de aprender defensa personal, a ponerla con su agresor en el mismo buque oceanográfico —el García del Cid— donde tenía un empleo como camarera.
Un CSIC que, tras la emisión del programa, lamenta que nadie sepa qué fue de ella, sin cuerpo presente, que siga dándose por desaparecida, y que en una nota interna renuncie a llamarla por su nombre. Para esta institución, Mari es “MCFV”.
“Nadie hace nada […] Si no me encontráis, me tiré por la borda. Os quiero”, escribió ella en un cuaderno que le recomendó hacer su psicóloga.
Gonzo, director y presentador del programa, es de esos que deja hablar a los entrevistados. Se queda en un discretísimo segundo plano, no pasa nada si hay silencio, porque esto es televisión. Otra televisión. Habla con Maria José, que asegura que su cuñada, cuando volvió a embarcar, tenía “brillo en la voz”. Luego habla su marido, José Ramón Martínez —otra vez esa España de finales de principios de los ochenta—, que sólo se rompe en media ocasión, cuando ya la serenidad ha rebosado en todo su testimonio. Que es el testimonio de todas las víctimas, se llamen como se llamen.
El silencio y la vergüenza. Cómo le cambió la cara, explica, bastaba con ver las fotos que le mandaba por whatsapp. De la sonrisa a la cabeza gacha. El miedo a quedar marcada. “Es más fácil que una mujer quede como puta que como una víctima”, dice. Hasta que ella habló y se lo contó todo. Y cómo él y la fiscalía fueron los únicos que la creyeron en un entorno profundamente hostil. El laboral y el vecindario. Su caso lo archivó un juzgado de Valencia. No han recibido ni una llamada, ni un pésame.
Quiere saber la verdad porque se niega a decirle a su hija que es el futuro que la espera. Y también se niega a que sus dos hijos varones puedan hacerlo y queden impunes.
Gonzo intenta hablar con uno de los miembros de la tripulación de ese barco. Dice que la cosa está confusa, que no quiere saber nada. Más suerte tiene con Isabel Loureiro, técnica en Análisis del Instituto Español de Oceanografía y delegada de Comisiones Obreras, que relata el terror de estos casos. “Saben que van a estar solas. Porque una vez que denuncias, pierdes el control de todo lo que viene”, cuenta. Y habla, y cómo habla, Amparo Burguillos, observadora científica de pesca. La única mujer en un barco con 43 hombres, con la encomiable tarea de revisar su trabajo. “Yo tengo la posibilidad de elegir en qué barco embarco y en cuál no. Maricarmen no”, afirma. Como tantas otras Maris.
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