La primera vez que escribí seriamente sobre poesía fue sobre Rafael Cadenas. Tenía diecisiete años recién cumplidos, el pelo largo y la barba mal afeitada. Asistía a la clase de Teoría Literaria del profesor Francisco Javier Pérez con fascinación, siguiendo las evoluciones de lo que se me antojaba un género literario más. Cuando llegó el momento de producir un texto propio a final de curso, la decisión no me resultó difícil: Memorial, de Cadenas, era el libro sobre el que deseaba escribir. He dicho que lo hice “seriamente”; es decir, me volqué en el texto con la gravedad y la ingenuidad de quien realiza una tesis doctoral. Memorial no era, no es un libro sencillo. Su ímpetu iconoclasta alcanza, arrasa por dentro. Leer a Cadenas fue para mí asimilar ese impulso, incorporarlo a mi propia práctica como escritor en ciernes. Memoricé el primer verso del poema Nuevo mundo, incluido en el libro: He quemado las fórmulas. Dejé de hacer exorcismos. Aún hoy me la repito de vez en cuando, variándola ligeramente, transmutándola en un imperativo o un deseo: debo quemar las fórmulas, dejar de hacer exorcismos.

Por fortuna, aquel ensayo, titubeante y cándido, se perdió. No obstante, durante los siguientes años continuaría leyendo a Cadenas con la misma atención, con una intensidad rayana en la devoción. Especialmente volúmenes como Intemperie, Falsas maniobras, Amante y los arrolladores Cuadernos del destierro. No sentía la necesidad de hacer patente mi admiración, mi interés siquiera. Cadenas era una de esas figuras que, para mi generación, se percibían como eternas: siempre había estado allí, siempre lo estaría. Era común acercársele durante presentaciones de libros –que apoyaba invariablemente–, presentarse, tomarse fotos con él, regalarle libros primerizos. Nunca sentí que podía representar ese teatro modesto. Alguna vez lo conocí, sin alharaca. Me importaba otra cosa: leerlo. Sin pretensiones, sin esnobismo, sin despliegues públicos de fervor. Y esa lectura constante a lo largo de los años, que iba y venía como si poseyera una marea propia, me fue trabajando por dentro. Así pues, para escribir sobre Cadenas debo, por fuerza, remitirme a las maneras en que su poética me formó.

El poeta Rafael Cadenas.
El poeta Rafael Cadenas. Andrea Hernández Briceño

Y no me refiero simplemente a la marca obvia que dejó en mi propia escritura, sino en mi noción del quehacer literario, de lo que significa o no escribir y, sobre todo, vivir escribiendo. Cadenas practicó y practica una forma de poesía que no distingue la escritura de la vida; antes bien, procura aunar esas dos dimensiones tan quirúrgicamente separadas por algunos. En la factura misma de su labor hay entreverado un imperativo ético: no entregarse al fingimiento, no capitular ante la palabrería, la verbosidad charlatana, las ideas recibidas inconscientes, metidas de contrabando en nuestra boca. Procurar, en cambio, una exactitud aterradora al escribir, como dice uno de los versos de su Ars poética, poema número 32 del volumen Intemperie. Merece la pena citar entera la primera estrofa de este texto:

Que cada palabra lleve lo que dice.

Que sea como el temblor que la sostiene.

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Aunque estas palabras pertenecen a un arte poética, es evidente que plantean una exigencia que supera la mera escritura literaria. Nos interpelan, nos piden que mantengamos una guardia insomne sobre nuestra habla, que otorguemos a cada palabra el peso vital que merece. Cadenas observa la escisión que media entre el lenguaje y la realidad, entre las palabras y las cosas, y se propone modelar una escritura que suture esa grieta. Su instrumento es el silencio: le sirve de martillo, de cincel, para darle forma a la materia bruta de la lengua, con su propensión al desvío, a la simulación.

Hice mío este imperativo. No se trató de un proceso consciente; antes bien, se fue colando en mi escritura y, por extensión, en mi manera de concebir el mundo. Pasaron décadas y tras el rumor de los meses que se apilan sobre los meses, seguía funcionando este mandado, esta aspiración, como una máquina callada. Así, la escritura de Cadenas me ha acompañado en momentos inesperados, anclada en mi memoria. Al hallarme solo, me he repetido un pasaje de Falsas maniobras: todo tan absurdo como esas mañanas sin amor que el espejo de los baños recoge y protege. Al visitar la isla de Trinidad, una frase de Cuadernos del destierro me vino de inmediato a la mente: Todo lo que canta se reúne a mis pies como banderas que el tiempo inclina. Imagino que así funciona la herencia. La que escogemos a medias y a medias recibimos sin percatarnos. Escribir sobre la poesía de Cadenas es escribir sobre mi propia vida.

Sé que para muchos de los lectores y escritores de mi generación es así. Es por ello que la decisión de otorgarle el premio Cervantes se ha sentido como un gesto justo en un sentido profundo. La exactitud que practica y predica la poética de Cadenas –cada vez más parca, más cercana a ese silencio que también le ha servido de instrumento– funge como un antídoto contra el barullo que tanto nos ocupa, contra el doblez y la banalidad que inflan y exasperan la esfera pública. Esta no es una poesía destinada sólo a leerse en privado, sino una poesía que invita a comprender la lengua como una práctica de constante exactitud e integridad, de necesaria honestidad. Otorgarle el Cervantes a Rafael Cadenas ha significado premiar la capacidad que tiene la lengua de aspirar a la verdad.

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