Según lo previsto en los minuciosos cálculos de la NASA, la cápsula de la nave OSIRIS-REx ha aterrizado a las 16.52 (hora peninsular española) en un polígono militar restringido en el desierto de Utah. A bordo transporta una muestra de alrededor de un cuarto de kilo de material recogido hace dos años y medio en el asteroide Bennu, una roca de 500 metros de diámetro cuya forma recuerda a un diamante y que orbita entre la Tierra y Marte.
La cápsula, de unos 80 centímetros de diámetro, se desprendió de la nave principal cuatro horas y cien mil kilómetros antes de tocar tierra, ejecutando una reentrada en la atmósfera como un meteorito, con velocidades de más de 40.000 kilómetros por hora que le ha llevado a generar temperaturas de casi 3.000 grados en su superficie. A bordo no llevaba GPS ni baliza, por lo que su descenso y localización han sido seguidos por radar y cámaras de vídeo automáticas.
El contenedor de muestras es hermético y se mantendrá así hasta que llegue al centro espacial de la NASA en Houston. Es la única forma de preservarlo de la contaminación que ejercerían los gases del aire. Solo se abrirá en atmósfera inerte, en un proceso de estudio previo que llevará cosa de seis meses hasta catalogar, grano por grano, todo el contenido. Después, pequeñas muestras (un 25% del total) se repartirán entre un equipo de 200 investigadores que llevan siete años esperando este momento, desde que se lanzó la sonda en 2016. El resto quedará en reserva a la espera de que se desarrollen nuevas técnicas y que otros científicos –que aún no han nacido– se interesen por analizarlo.
Varias características aconsejaron la elección de Bennu. Por un lado, es rico en carbono, lo que implica que podría contener trazas de aminoácidos, moléculas precursoras de la vida. Por otro, podría constituir un peligro, ya que su trayectoria puede aproximarle mucho a la Tierra, quizá a una distancia comparable a la que vuela el Meteosat, cosa que sucederá bien entrado el siglo XXII. Cualquier alteración de su órbita le podría llevar a un impacto, una eventualidad muy improbable, pero no imposible. Estos años de estudio han permitido conocer mejor su tamaño y características físicas de cara a desarrollar un posible mecanismo de defensa planetaria, como el que ya se ensayó hace un año alterando la órbita del pequeño asteroide Dimorfo.
Dirección Apophis
Veinte minutos después de desprender su cápsula, el resto de la nave OSIRIS-REx encendió sus motores para dirigir su órbita hacia otro objetivo, el asteroide Apophis. Donde deberá llegar en 2029, justo cuando esté más cerca de nosotros. Puesto que ya ha utilizado la cápsula de reentrada, no habrá maniobra de toma de muestras, limitándose a estudiar sus características desde lejos. En consonancia con esa nueva misión, se ha cambiado su nombre. A partir de ahora es OSIRIS-APEX, de “APophis EXplorer”.
Con este regreso en la Tierra tenemos ya muestras de seis orígenes extraterrestres: la Luna, de la que entre estadounidenses, rusos y chinos acumulan más de 350 kilos; cuarto de kilo de los asteroides Itokawa, Ryugu y ahora Bennu; miligramos de la cola del cometa Wild 2; y trazas microscópicas de viento solar.
Para ser exhaustivos, podríamos añadir también pequeñas cantidades de Marte y algún asteroide como Vesta. Ninguna nave ha ido hasta allí a recogerlas; nos han caído –literalmente– del cielo. Millones de años atrás, esos cuerpos sufrieron algún impacto tan violento que expulsó al espacio pedazos de su corteza. Tras una eternidad vagando alrededor del Sol, unos pocos cayeron en la Tierra en forma de meteorito. Son, claro, escasísimos y muy cotizados.
Exceptuando la Luna, todos los cuerpos que hemos visitado con robots son muy pequeños. Contra lo que pudiera parecer, su baja gravedad dificulta más la operación. Entrar en órbita alrededor de un asteroide es muy complicado y exige cálculos realmente delicados. De aterrizar, ya ni hablamos: solo la nave NEAR-Shoemaker consiguió posarse en Eros hace casi un cuarto de siglo; aunque más que posarse aquello fue una caída en cámara lenta.
Japón fue pionera
La agencia espacial japonesa fue la primera en obtener muestra de un asteroide, el 25143 Itokawa, descrito como una “montaña de escombros” apenas unidos entre sí por su débil gravedad. Tanto que era imposible aterrizar allí y anclarse con suficiente firmeza como para arañar una muestra. Lo que hizo la sonda Hayabusa fue descender lentamente hasta que un embudo situado en su base estableció contacto con el suelo. En ese momento disparó un par de proyectiles metálicos con la idea de levantar una nube de residuos y que al menos una parte entrasen en la cámara de recogida.
La misión estuvo llena de incógnitas desde el principio. El embudo tocó tierra inclinado y los técnicos no estaban seguros de que ni siquiera hubiese podido recoger algo. La maniobra produjo una fuga en un conducto de fluido que comprometería todo el viaje de retorno. A medio camino, la nave empezó a dar tumbos, perdió la orientación hacia el Sol, el combustible se congeló en sus tuberías y tres de sus cuatro propulsores iónicos fallaron. Tras cinco años de esfuerzos e improvisar soluciones, su cápsula aterrizó en un desierto australiano. Dentro, 1.500 granos microscópicos de regolito.
JAXA repitió en intento con un segundo Hayabusa mejorado que funcionaba de la misma manera. Esta vez el primer proyectil disparado contra el asteroide Ryugu era una pieza de cobre de dos kilos destinada a abrir un pequeño cráter desde donde tomar la muestra. El segundo, de tantalio. ¿Por qué cobre y tantalio? Para poder distinguir fácilmente sus residuos al analizar el material, compuesto esencialmente de silicatos. Hayabusa 2 recolectó cinco gramos de gránulos, lo suficiente para llenar una cucharilla de café. Pero, aun así, cinco veces más de lo que los técnicos esperaban.
Pero la misión no ha terminado. Ahora, el Hayabusa 2 sigue su camino hacia el encuentro con otro asteroide, que ni siquiera tiene nombre: el 1998 KY26. Fecha de llegada: julio de 2031.
Visita al cometa Wild
En 2004 la sonda Stardust de la NASA tenía un objetivo distinto: obtener muestras para estudiar la composición de la nube de gas y polvo alrededor del núcleo del cometa Wild. La mayor parte serían granos de apenas una micra de diámetro, así que la técnica para recogerlas era otra: la cápsula llevaba a bordo una especie de raqueta de tenis en la que el cordaje se había remplazado por un bloque de aerogel, la sustancia cristalina más ligera que se conoce. Casi, casi una tableta de humo.
Durante las diez horas que duró su zambullida en el torbellino del cometa, la sonda asomó la raqueta para ir recogiendo las partículas que quedaban embebidas en el gel. No importaba que fueran diminutas. Los científicos sabían que le muestra tendría que analizarse grano a grano.
Un sistema similar se utilizaría poco después en la cápsula Genesis, esta vez en un intento de obtener muestras del viento solar, el flujo de partículas que emite continuamente el Sol.
Naturalmente, el captador no sería aerogel, sino un surtido de cristales ultrapuros escogidos para atrapar partículas de diferentes características y energías. Protones, núcleos de helio, iones de elementos pesados impactarían en él a velocidades de cientos de kilómetros por segundo, enterrándose en las capas de silicio, corindón, niobio, níquel, oro, zafiro o diamante artificial que tapizaban el fondo de un colector del tamaño de una paella.
Tras unos meses en el espacio, las muestras volverían a tierra a bordo de una pequeña cápsula de reentrada. Caería colgando de un paracaídas en un remoto desierto de Utah. Como los cristales eran muy frágiles, unos helicópteros pilotados por los mejores especialistas de Hollywood se encargarían de “pescarla” en el aire antes de que chocase con el suelo.
Los mejores planes fracasan por las causas más ridículas. Al ensamblar el vehículo, los ingenieros habían colocado al revés los sensores de deceleración que debían desplegar el paracaídas. La cápsula cayó a plomo, dando tumbos y fue a empotrarse en el duro suelo del desierto.
Muchos cristales se rompieron, pero otros sobrevivieron, aunque contaminados con el polvo y el oxígeno del aire. Durante más de tres años, los científicos responsables del experimento estuvieron recomponiendo las 15.000 piezas en las que se había convertido aquel puzzle y limpiando con ultrasonidos las capas exteriores. Luego recurrieron a erosión con haces de partículas. Al fin y al cabo, los átomos atrapados no se habían roto en el choque; tan solo estaban escondidos 20 nanómetros por debajo de la capa de polvo del desierto.
En el caso del OSIRIS-REx –un retorcido acrónimo que nada tiene que ver con el antiguo Egipto, sino con las siglas de orígenes, interpretación espectral, identificación de recursos, seguridad-regolito-explorador, en inglés– el objetivo ha vuelto a ser un asteroide. Como con las sondas japonesas, era casi imposible aterrizar allí, ya que el más mínimo rebote bastaría para enviar el vehículo de nuevo al espacio.
En este caso, la sonda descendió muy poco a poco hasta que su brazo tomamuestras, con una cazoleta en su extremo, rozó el terreno. En ese momento, lanzó un chorro de nitrógeno a presión que removió el suelo como si fuera la arena de un acuario. El cabezal recogió alrededor de 250 gramos de material, mucho más de los 60 gramos esperados, como mínimo. Tanto, que hubo dificultades para cerrar la tapa y parte de la muestra escapó al espacio.
La siguiente fase consistió en introducir el contenedor en la cápsula de reentrada y emprender el largo regreso a casa. Acaba de llegar.
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