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Conocí a Porfirio Muñoz Ledo en Estrasburgo, en su paso como Embajador de México frente a la Unión Europea. Me increpó en aquel entonces sobre mi cercanía con el Partido Acción Nacional (PAN). Me dijo que un intelectual, calificativo con el que no me identifico, no debía comprometerse con ninguna ideología. “Míreme a mí”, subrayó. Se refería a su paso por cuanto partido político existió en México. “No hay peor cosa que un intelectual orgánico […] Comprométase, pero siga su camino”. Nunca lo olvidé, aunque sigo sin considerar que su reflexión me aplica.
La figura del intelectual está marcada por una tensión permanente entre la reflexión y la acción. Desde los tiempos de la independencia hasta las revoluciones del siglo XX, los pensadores latinoamericanos han oscilado entre el compromiso ideológico y la crítica al poder, encarnando con frecuencia una suerte de conciencia moral de sus sociedades. En el caso europeo, particularmente el de la escuela francesa donde Muñoz Ledo se formó, la generación del siglo XX se vio arrastrada por dos grandes dilemas planteados entre la década de 1930 y 1960: el comunismo y la descolonización.
En este escenario complejo, la figura de Mario Vargas Llosa se erige como un caso paradigmático del intelectual que, tras un temprano entusiasmo por la revolución, emprende un camino de ruptura con las ortodoxias militantes y asume una voz liberal, crítica, y profundamente comprometida con la democracia. Su trascendencia política no reside tanto en el éxito o fracaso de su paso por la acción directa, sino en la coherencia con la defensa de la autonomía de su pensamiento, incluso frente a los vaivenes ideológicos de su tiempo.
“Con estas ideas crecí y me formé” dijo el autor oriundo de Arequipa al citar en su discurso de ingreso a la Academia Francesa en enero de 2023, a autores franceses entre los que destacaban dos potenciales y futuros adversarios: Jean-Paul Sartre y Albert Camus. Ambos pensadores no se limitaron a teorizar la realidad, sino que se lanzaron de lleno a transformarla.
Este impulso por la acción, heredado del romanticismo político europeo y de la tradición ilustrada, hizo del intelectual un agente activo en la vida pública, tanto de europea como de América Latina; ahí están los casos de José Martí o José Carlos Mariátegui, por citar algunos. Sin embargo, esta vocación militante también acarrea riesgos: la subordinación del pensamiento crítico a las exigencias de la ideología, la justificación de regímenes autoritarios en nombre de la justicia social, y la ceguera frente a las contradicciones internas de los proyectos revolucionarios.
Julien Benda, en La traición de los clérigos, denunció precisamente este tipo de deslizamientos, señalando que la misión del intelectual es mantenerse fiel a los principios universales de verdad y justicia, y no convertirse en propagandista de ninguna causa temporal. En México, Octavio Paz hizo suya esta crítica y la adaptó al contexto latinoamericano, denunciando la complacencia de muchos intelectuales ante dictaduras ideológicamente afines. En esta línea se inscribe Mario Vargas Llosa, quien comenzó su carrera con una fuerte simpatía por la Revolución cubana, pero que, al advertir sus derivas autoritarias, optó por romper con el dogma revolucionario y reivindicar la democracia liberal.
Vargas Llosa representa, más allá de la tradición latinoamericana, la figura del intelectual que elige la libertad por encima de la fidelidad ideológica. Su ruptura con la izquierda revolucionaria no fue una simple mudanza de trincheras, sino un acto profundo de coherencia intelectual. Denunció el autoritarismo cubano, criticó el servilismo de muchos de sus colegas, y asumió las consecuencias de nadar a contracorriente en un medio cultural que a menudo romantizaba la revolución.
En libros como Contra viento y marea o La llamada de la tribu, Vargas Llosa articula una defensa del liberalismo no como doctrina económica, sino como filosofía política que prioriza la libertad individual, el pluralismo y la tolerancia. En este sentido, su voz se acerca más a la de Albert Camus que a la de Sartre. Camus, con quien Vargas Llosa comparte la búsqueda de una ética de la responsabilidad, sostuvo que el intelectual debe comprometerse, pero sin renunciar a su libertad crítica. No se trata de evitar la acción, sino de actuar sin convertir el pensamiento en instrumento de propaganda.
El momento más visible del compromiso político de Vargas Llosa fue su candidatura presidencial en Perú en 1990. Lejos de ser un gesto oportunista, esta decisión fue una extensión natural de su trayectoria como intelectual público. Enfrentado al auge del populismo autoritario representado por Alberto Fujimori, Vargas Llosa defendió un modelo de transición democrática y económico basada en reglas. Si bien fue derrotado en las urnas, su papel resultó crucial para abrir el debate sobre el tipo de democracia que se quería construir en Perú y en América Latina.
Este paso a la acción no significó para el novelista abandonar su papel como escritor o crítico. Al contrario: reforzó su convicción de que el intelectual no debe aislarse en la torre de marfil, pero tampoco puede perder su autonomía ante los poderes de turno. Su derrota electoral no menguó su influencia, sino que lo consolidó como una figura que combina acción y pensamiento, que asume riesgos y que no teme ir a contracorriente.
El caso de Vargas Llosa permite reflexionar sobre los dilemas permanentes del intelectual: ¿Hay que limitarse a la crítica o pasar a la acción? ¿Puede hacerlo sin traicionar la autonomía del pensamiento? ¿Es posible comprometerse sin convertirse en apóstol ideológico?
En contextos donde las instituciones democráticas son frágiles, el intelectual corre el riesgo de ser cooptado por el poder o de volverse irrelevante si se mantiene al margen. Vargas Llosa muestra que existe una tercera vía: la del compromiso crítico, la del pensamiento que no renuncia a intervenir, pero que tampoco se somete. Su legado está en haber defendido que el ejercicio intelectual es una forma de acción, y que la acción no debe anular la capacidad de disentir.
Lejos de la traición denunciada por Benda, o del servilismo ideológico criticado por Paz, la trascendencia política de Vargas Llosa está en la coherencia de quien elige pensar con libertad, aunque eso signifique caminar solo.
En tiempos de polarización y discursos dogmáticos en México, su ejemplo ofrece una ética de la libertad que recupera el valor de la duda, del disenso y del pensamiento crítico como formas superiores de intervención pública.
Muñoz Ledo tenía razón, le harán falta a la República. Los vamos a extrañar. QEPD.
Que así sea.
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