Para los educados en un mundo de calendarios litúrgicos, la noche de Difuntos y el Día de Todos los Santos estaban envueltos en una terrorífica solemnidad con visitas al cementerio. Pero la noche antes, se servía el esperado y ritualizado banquete otoñal, que se celebraba en un hogar ya oscuro y resguardado de los primeros fríos. Este festín podía recibir varios nombres en diferentes lugares, pero la esencia era la misma. Desde Zamora a Girona, de las Hurdes extremeñas a las Canarias, de Salamanca a la cuenca minera asturiana, todas las casas tenían sobre el mantel castañas asadas, higos, nueces, membrillos, chorizos u otros embutidos propios, vino nuevo o sidra, boniatos, panellets (pequeño pastel típico de Cataluña, Aragón, Comunidad Valenciana y Baleares de masa de almendras, azúcar y huevo y cubierto de piñones) o huesos de santo. En el otro lado del océano, se cocinaba, incluso, un completo banquete preparado en honor a quienes se fueron, dejando tras de sí una memoria del paladar que se recuperaba y se degustaba en el propio lugar donde reposaban sus restos, como todavía ocurre en Oaxaca, México, una fiesta con una enorme carga simbólica que entronca con la propia esencia de la humanidad.
La respuesta a todas estas coincidencias está en la antropología de la religión y, por extensión, en la historia misma de la alimentación, y la recoge el libro La Rama Dorada, de James George Frazer. En estos eruditos textos se explica cómo la mayoría de las creencias religiosas, ya sean panteístas, paganas, politeístas o monoteístas, alejadas en el espacio y en el tiempo —culturas egipcias, griegas, celtas y cristiana— coinciden en un punto crucial que se inicia con el descubrimiento de la agricultura y de los ciclos de la naturaleza de vida y muerte. El entierro de una semilla y su resurrección en forma de planta comestible da comienzo al pensamiento simbólico.
Durante siglos, el hombre enterró a sus muertos creyendo que la muerte era el final. Depositó sus cuerpos bajo tierra y alzó la mirada al cielo con temor. El hambre, el frío, y la enfermedad se cobraban vidas que apenas habían alcanzado su zenit. Durante el Neolítico, las tribus que deambulaban por montes y caminos buscando alimento, enfrentándose con las alimañas o recogiendo bayas para comer, se hicieron sedentarias. La simiente de un cereal enterrada en la tierra se multiplicó y llenó los campos de la alegría de la abundancia.
Los poblados crecieron alrededor de los cultivos de cereal y legumbre, el fuego y el trozo de carne dieron paso a preparaciones más elaboradas que cocían en vasijas de barro o en el fondo de una calabaza hueca. El ser humano vio, entonces, que el tiempo y las estaciones se repetían, que todo era cíclico, que lo que hoy muere, mañana renace. Como la semilla de un cereal, el cuerpo de sus ancestros descansaba bajo tierra, preparándose para una nueva vida en el más allá: la resurrección y la vida eterna. Sus cuerpos enterrados eran la simiente que sembraba los campos que darían de comer a los vivos. Entre la vida y la muerte se estableció, pues, una conexión eterna.
Todas las culturas de la vieja Europa, e incluso las mesopotámicas y egipcias, se llenaron de cosmogonías en la que los dioses de la agricultura, como Osiris o Ceres, renacían de sus torturados y fragmentados cuerpos enterrados para dar de comer a la humanidad. Comida, muerte y resurrección se anudaron para vencer el miedo del que se sabía mortal. Su estela se fue extendiendo por todas las culturas agrícolas, como la grecorromana o la celta. Los pueblos del frío que habitaron los bosques de Irlanda, España o la Bretaña francesa sabían que la naturaleza les ofrecía hacia el mes de noviembre sus últimos frutos antes de que el invierno aletargara la vida. Con el cambio de estación, las fiestas y homenajes a sus difuntos se sucedían para conjurar la muerte y obtener buenas cosechas. Cantos funerarios, fuegos, comida para los vivos y los muertos, embriaguez colectiva, relatos de sepultados se sucedían en una noche mágica en la que el alimento ofrecido en colectividad adquiría un simbolismo y una ritualidad que aún perdura.
Los romanos, incluso, llevaron flores a sus difuntos durante las Saturnales, momento de cosechas, para recordar al más allá que el aquí y ahora necesitaba pan para vivir. El cristianismo en el siglo IX barnizó estas creencias paganas y ancestrales y las hizo suyas. Todos los santos que expandieron la fe cristiana fueron venerados en la Noche de Difuntos: se rezaba el rosario, se tocaba al muerto en la oscuridad y, sobre todo, se comían los deseados frutos secos como las nueces y castañas, alimento secular en la mesa de pobres y ricos, porque la patata y el maíz aún no habían llegado desde América para calmar las hambrunas del viejo continente. Así, con una castaña como ofrenda, se conjuraba la presencia en la mesa de los que ya no estaban: una castaña para cada alma que salía del purgatorio. También se asaban boniatos y algunos dulces con piñones como pequeños panes sacramentales. Porque el panellet no es otra cosa que el panecillo que nos invita a comulgar, como el ritual de Jesús en la última cena, a comunicarnos con nuestros difuntos. Así es y así será en Irlanda, de donde partió el Halloween americano; en Cataluña, donde la castanyada anima a tomar castañas asadas, vino dulce y panellets antes que el frío y la oscuridad invernal nos alcance; en diferentes puntos de la cornisa cantábrica, Castilla y León y Extremadura con los Magostos, fiesta de origen celta que celebra la cosecha de las castañas, donde se comen alrededor del fuego, y en muchos otros puntos del planeta, donde muertos y vivos se sientan juntos en comunión.
Puedes seguir a EL PAÍS Gastro en Instagram y X.
Noticia Confirmada
0 comentarios